Por: Eduardo Behrentz. 18 de septiembre 2018
¿Y si para inventarse una reforma tributaria, primero explican por qué quedó mal hecha la anterior?
Ya hace parte de nuestra cultura política y económica, ya nos acostumbramos. Cada cambio de gobierno viene acompañado de una reforma tributaria. Y cada una de estas significa esencialmente una sola cosa: mayores impuestos para la clase media. No importa la coyuntura macroeconómica o el manto ideológico del momento. El principal resultado no cambia: más carga impositiva para los asalariados del sector formal.
La ambientación suele empezar de la misma forma: necesitamos ampliar el recaudo, hay que simplificar el sistema, hay que resolver la regresividad, hay que impulsar los medios electrónicos. Pero esta discusión suele verse limitada a la sección de considerandos de las normas y a los libretos que diseñan agencias de publicidad para vender al público la necesidad de los cambios. El resultado sensible se mantiene: mayores tarifas y menores beneficios para los mismos de siempre.
Tenemos un récord que nos debería avergonzar como país miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde): ¡10 reformas en dos décadas!, mientras en Estados Unidos hacen una cada 30 años. Esa sola estadística, sin importar el estado actual del Estatuto Tributario y demás normas pertinentes, es argumento suficiente para abstenerse de continuar promoviendo cambios al sistema de recaudo fiscal.
“Tenemos un récord que nos debería avergonzar como país miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde): ¡10 reformas en dos décadas!”
Simplemente no somos serios ni generamos confianza inversionista, dentro o fuera del país, ni favorecemos el clima de consumo interno cuando se modifican las reglas cada dos años. Todo esto mientras se incumple la promesa de la gran “revisión estructural”, tan aclamada como utópica, que nos permita ser competitivos en el futuro. En nuestro galimatías tributario no hay reforma que se apruebe sin la reflexión de que quedó incompleta y de que será necesaria otra en el corto plazo.
Las leyes 488 de 1998, 633 de 2000, 788 de 2002, 863 de 2003, 1370 de 2009, 1430 de 2010, 1607 de 2012, 1739 de 2014 y 1819 de 2016 son muestra del relajo legislativo y la carencia de visión integral, en parte debido a los cambios que sufren los proyectos durante su trámite de aprobación. Por medio de estos actos, entre otros, se creó el gravamen financiero del 4×1.000 (que empezó siendo del 1×1.000), para luego establecer su eliminación periódica, para después embolatar dicha eliminación. También nos inventamos el impuesto al patrimonio para eliminarlo después de unos cuantos años, procedimiento que imitamos para el Cree (la denominada renta para la equidad).
Y mientras continúan las iteraciones sobre los mismos temas en un improductivo círculo vicioso, se nos queda por fuera lo más importante: la amalgama entre evasión y corrupción. Sabiendo que por causa de estos flagelos se pierden decenas de billones de pesos al año, seguir pretendiendo que mediante ajustes tributarios mejoraremos la efectividad del Estado en su capacidad de inversión social, es una necedad incomprensible que lo único que garantiza son nuevas frustraciones.
La estructura fiscal del Estado debe corresponder a un esquema estable en el tiempo que permita planeación y otorgue seguridad jurídica, mientras cuenta con los mejores sustentos técnicos y económicos. Con esto en mente, ¿qué tal si le proponemos al nuevo Congreso que desarrolle un instrumento legislativo para evitar que el gobierno de turno tenga la autonomía de cambiar las reglas tributarias a su antojo?
¿Qué tal si para inventarse una reforma tributaria, primero nos tengan que explicar por qué quedó mal hecha la anterior?, para así contar con una mínima trazabilidad de responsabilidad. ¿Qué tal si antes de poder aprobar nuevas cargas impositivas para los colombianos de clase media, nos tengan que decir primero cómo es que van a reducir la corrupción y la evasión?